domingo, 18 de agosto de 2013

El ACORDEONISTA y las GAVIOTAS

Fotos: Juan Echeverria / Texto: Belen Alvaro

José no recuerda cuándo aprendió a tocar el acordeón ni quien le enseñó, pero alguien tuvo que hacerlo. Su primer recuerdo del instrumento lo tiene atrapado entre las cejas, despertó una mañana de invierno, cuando vestía viejos pantalones cortos y calcetines grises de lana, y allí estaba. Preguntó por la casa, nadie daba una respuesta, vivía sólo. Decidió adoptarlo, como quien adopta un perro, y prometió cuidarle y respetarle todos los días de su vida, algo así había oído en las bodas, y esto para él era un matrimonio.

Por eso, me sorprendió ver su silla vacía, aunque golpe mayor fue ver su acordeón huérfano de padre en la acera caliente. José lleva treinta años, tocando en la misma plaza, de las 10 de la mañana a las 10 de la noche, con horario idéntico al de los grandes almacenes.


Supe más tarde, por el propio José, que aquella mañana sintió que las caras e historias de los transeúntes saturaban su pecho. Se le había hinchado a tales proporciones que intuyó que en aquel espacio no cabía ni una mirada más. Tenía que vaciarlo antes de seguir tocando. Recorrió la geografía del jugoso país en el que había nacido, y encontró sin dificultad el punto en el que habría de liberar tantas páginas escritas durante las últimas décadas.


A esos lugares, José sabía que uno lleva sombrilla para abrigarse de los rayos solares que puedan radiografiarnos el alma. Compró tres pares de chanclas idénticas, no venía sólo con tanto acompañante en el pecho, y una toalla azul para compartir. Parecía suficiente pero al poco de llegar sus manos echaron de menos el baile del aire, y adquirió un juego de paletas de playa que le recordaron la femenina silueta de una guitarra. 


José buscó durante tres días y dos noches el punto perfecto, y no necesitó un minuto más, que sin embargo, hubiera dado con gusto, con la satisfacción que se alimenta en los buenos porqués.


Llegado el momento, estiró sus brazos con las palmas de las manos como abriendo el acordeón, y desabrochó su pecho. Salían rostros e historias, bocas apretadas y mareas urbanas, créditos y dudas, miradas y tristezas, impagos y decepciones, amores baratos y ordenadores, ojos de oficinista e ilusiones de asfalto. Cientos de sensaciones e imágenes nacidas en aquellas caras que José había grabado en su interior, volaron como gaviotas, después de despedirle.

 



1 comentario:

  1. No se si me gustan más las fotos o los relatos. Seguramente ambas cosas. ¡Enhorabuena!

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